Vestido con ropa de camuflaje estilo militar, John Marks, de 64 años escudriña el bosque que ha quedado cubierto de lodo. La lluvia lo ha empapado de pies a cabeza. Un auto arde a la distancia las llamas suben y bajan mientras cientos de balas acribilan su estructura de acero. El fuego despide columnas de humo azul que se dispersan en el horizonte, y bengalas trazadoras rojas y verdes iluminan la tarde. Los barriles de un fila de ametralladoras desprenden vapor. Hay una calibre .50 que sacude los árboles; un modelo compacto que dispara tres mil balas por minuto y activa una cacofonía de alarmas de auto; y una Uzi cuyo sonido, en este contexto, se parece al que haría un colibrí.
“El bosque, el lodo, los disparos, me recuerdan a Vietnam”, me grita Marks para que lo escuche. “La única diferencia es que aquí venden hot dogs”.